Navegando hacia Guna Yala
- Ricardo Gómez

- hace 1 día
- 18 Min. de lectura
Actualizado: hace 3 horas
Una travesía entre el Caribe, la autonomía y la memoria viva del pueblo Guna
POR RICARDO GOMEZ
El viaje comenzó antes de tocar el agua. Desde Capurganá, una pequeña bahía en la frontera colombo-panameña, el Caribe me invitaba a seguir su pulso.
No había carreteras, solo una promesa: cruzar el Tapón del Darién y navegar hacia Guna Yala, un archipiélago de más de 300 islas donde el pueblo Guna ha mantenido su autonomía por casi un siglo.
🎥 Video resumen del viaje al Corazón del Pueblo Guna – una travesía por las islas, la selva y la historia viva de un pueblo que resiste y celebra su identidad.
En el horizonte, las velas de una piragua se recortaban contra la línea azul. Era el comienzo de una travesía que iba a cambiar mi forma de entender el territorio, la historia y la libertad.
Cada isla tiene su propio ritmo. En la Comarca Caledonia, los niños corren descalzos entre casas de palma mientras las mujeres cosen molas, esas telas vibrantes donde el arte y la memoria se entrelazan. El sonido del Gammu —una flauta de caña ejecutada por los hombres— se mezcla con el Nassi, la maraca de las mujeres, creando una melodía que no busca espectáculo.
Esa danza, en la que tuve el privilegio de participar, no era un ritual para turistas: era una conversación ancestral entre cuerpo, viento y mar.
“La última noche, en la Isla Ordup, me senté frente al mar hasta que el sol se hundió en el horizonte.
Las olas rompían en espuma blanca y abrazaban mis pies, mientras el cielo se teñía de rojo y azul.
Cuando cayó la noche, el Caribe se convirtió en un océano de estrellas, una sinfonía de viento, mar y memoria.”

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🌀 Zarpar desde el borde del mapa
Capurganá huele a sal, a manglar y a despedida. El pueblo parece suspendido en un borde: detrás, la selva del Darién; adelante, un mar que promete otros mundos. No hay carreteras que lleguen hasta aquí. Todo lo que entra o sale lo hace en lancha o en avión, en el vaivén del Caribe.

Capurgana - Colombia
Llevo días escuchando hablar del Tapón del Darién, esa frontera natural que separa a Sudamérica de Centroamérica. Una selva densa, casi impenetrable, donde el camino se disuelve en lodo, raíces y humedad. Por eso, la ruta marítima hacia Panamá es más que un trayecto: es una alternativa ancestral que los gunas conocen desde hace siglos, una arteria de agua que conecta pueblos y memorias.
Partimos temprano, cuando el sol aún no calcina el horizonte. Somos diez en la lancha: dos locales, un marinero que se ríe con los ojos y siete viajeros con mochilas empapadas de curiosidad. El motor arranca y el sonido corta el silencio de la bahía. A medida que avanzamos, Capurganá se hace más pequeño, hasta que solo queda una línea difusa entre la espuma y la montaña.
El primer tramo de navegación bordea la costa colombiana, pero pronto el mar se abre, y la línea verde del Darién se convierte en una sombra espesa. Pienso en lo que hay detrás: comunidades escondidas, animales que no conocen el ruido de los motores, historias que el mapa apenas insinúa. El Darién es un límite físico, pero también simbólico. Es la frontera donde termina una idea de América y comienza otra.

Archipiélago Guna Yala (Mar Caribe)
A mitad del día hacemos una parada en Sapzurro, último respiro colombiano antes del cruce. Un muelle pequeño, casitas de madera y olor a coco tostado. Desde aquí se puede ver La Miel, ya del lado panameño. Solo una colina separa ambos países. Subo el sendero a pie, y al llegar a la cima me encuentro con el puesto fronterizo más tranquilo del mundo: una casilla de madera, dos banderas, un gallo que canta. Sellar el pasaporte parece un gesto simbólico más que un trámite.

Hito fronterizo Colombia - Panamá
Del otro lado, Panamá nos recibe con un cambio sutil en el acento y en el ritmo. Todo parece igual, pero distinto. En La Miel, los colores son más saturados, las hamacas más bajas, el ron más dulce. Aquí comienza realmente el viaje hacia el archipiélago de Guna Yala —un conjunto de más de 360 islas que emergen del Caribe como un collar disperso de arena y palma—.Nuestro destino final es Cartí, pero el itinerario será lento, insular, de escala en escala, con noches que se apagan bajo techos de palma y lunas que parecen lámparas colgadas sobre el mar.

La Miel - Panamá
El primer día navegamos unas cinco horas. El Caribe cambia de humor cada media hora: pasa de la calma de un espejo a un oleaje que obliga a sujetarse fuerte del borde de la lancha. En el horizonte empiezan a aparecer islotes diminutos, con una o dos palmeras y un par de chozas. Algunos parecen inventados. Me dicen que muchos de ellos pertenecen a familias gunas, y que cada isla es una pequeña república: allí viven, cultivan coco, pescan y deciden colectivamente.

Isla Ordup - Archipiéñago Guna Yala (Mar Caribe)
La tarde cae y fondeamos cerca de una de esas islas. Se llama Atidub, cerca de la comarca Caledonia. En la arena nos espera un grupo de niños que corren descalzos, riendo, mientras las mujeres traen pan de coco y pescado recién asado. Los hombres amarran la lancha al tronco de una palma, y la jornada se disuelve en conversaciones pausadas.
A esa hora, el mar parece un espejo de cobre. Las islas cercanas se recortan como siluetas en la bruma. Me siento en la orilla, con los pies en el agua, y pienso que esta travesía no solo cruza una frontera geográfica: también me traslada a otra forma de entender el mundo. Aquí el mar no separa: conecta. Las islas son puntos de un tejido invisible que une familias, relatos, idiomas y modos de vida que han resistido siglos de presión externa.
Esa noche, mientras el viento se cuela entre las hojas de palma, anoto en mi cuaderno:
“El mar es su camino. La autonomía, su horizonte.”
Mañana seguiremos rumbo al corazón del archipiélago. Empieza a llover, pero la lluvia aquí no asusta: limpia, acompaña, parece una bendición del viaje.
🌴 El corazón del archipiélago
El segundo día amanece tibio y silencioso. El sonido del mar contra las tablas del muelle es lo primero que escucho. El aire huele a sal, madera y humo de leña húmeda. En la arena, un grupo de mujeres prepara el desayuno: café negro, pan de coco y pescado ahumado. El humo sube despacio, casi en espiral, mientras el sol se levanta detrás de la línea del mar.
La comunidad de Caledonia despierta temprano. Los niños caminan hacia la escuela —una estructura pintada con colores brillantes— y los hombres se reúnen cerca del muelle, revisando redes y cayucos. Todo aquí parece moverse en un ritmo propio, más lento, medido por el sonido de las olas.
Observo los cayucos de remo: delgados, tallados en una sola pieza de madera, aún húmedos del amanecer. Algunos llevan frutas, otros cocos o pescado. Van y vienen entre las islas, como si el mar fuera un camino de tierra firme. Para los gunas, me explican, el mar no es frontera, es territorio. Cada familia tiene su isla o su pedazo de costa en tierra firme, y en ese entramado de arena, palma y coral se teje la vida cotidiana.

Cayuco
Un joven se me acerca. Se llama Nelegibdi, aunque en español usa el nombre de Miguel. Tiene unos veinte años y habla con una mezcla de español y guna. Me pregunta de dónde vengo, y cuando le digo “de Argentina, pero salí desde Colombia”, sonríe y responde:—Entonces ya hiciste el camino difícil. Ahora estás en el buen Caribe.
Reímos. Me cuenta que nació en una de las islas pequeñas, pero que vive en Ukupseni porque aquí hay escuela secundaria y conexión con el continente. “Mi abuela no quiere irse de su isla —me dice—. Dice que allá el mar canta más lento.”
Lo acompaño hasta el extremo del muelle, donde unas mujeres venden molas, esas telas cosidas a mano que son mucho más que artesanías. Las molas son cosmovisión materializada: cada capa de tela y cada figura representan una historia, un sueño, un vínculo con el entorno. Una mujer mayor, de mirada firme y brazos adornados con chaquiras, me muestra una que representa un pez estilizado.—Este es un “nabir”—dice—, un pez que enseña a moverse sin perder el rumbo. Le pregunto cuánto tiempo lleva hacer una mola así.—Depende del ánimo —responde—. A veces una semana, a veces un mes. Si el corazón está tranquilo, la mano trabaja mejor.

Cayuco
Anoto esa frase en mi cuaderno. Aquí las cosas se hacen al ritmo del corazón.
Después del desayuno embarcamos de nuevo. Navegamos hacia el este, entre pequeñas islas coronadas de palmeras. Algunas son tan diminutas que bastaría un paso largo para cruzarlas. El mar se abre en tonalidades imposibles: turquesa, esmeralda, azul denso. A ratos, el agua es tan clara que puedo ver los corales y las sombras de los peces debajo de la lancha.
El guía —un hombre llamado Ibgigandi— nos explica que el archipiélago tiene más de 360 islas, pero solo unas 36 están habitadas. Las demás son espacios de pesca, descanso o santuarios naturales. En una de ellas, Isla Perro, hacemos una parada para nadar. Bajo el agua, un barco hundido se ha convertido en arrecife. Los corales crecen sobre el hierro oxidado, los peces lo recorren como si fuera su ciudad submarina.
Más tarde, llegamos a una isla habitada: Mandunga, una de las comunidades más tradicionales del archipiélago. Aquí el aire tiene otro peso. El muelle está lleno de cayucos. Las casas, hechas de caña brava y techos de palma, se alinean a lo largo de senderos de arena. No hay autos ni cemento, solo pasos descalzos.
Nos recibe Saila Dummad, el líder de la comunidad, un hombre de unos setenta años, con voz suave pero firme. Nos invita a sentarnos en el Onmaked Nega, la “Casa del Congreso”. Es un gran rancho circular con techo alto, sostenido por troncos de palma. Aquí se toman las decisiones colectivas, se narran los mitos y se enseña a los jóvenes la historia del pueblo.
Mientras hablamos, un grupo de niños juega afuera, y de fondo se escucha el golpeteo de un martillo sobre una canoa en construcción. El Saila habla despacio, mirando el suelo:—Nuestra ley viene del mar y de la montaña. No está escrita en papeles, sino en la palabra. Me cuenta que el Congreso General Guna, creado en 1938, es la máxima autoridad del territorio. Se reúnen representantes de cada comunidad y deciden sobre todo: pesca, turismo, salud, educación. “No dependemos de Panamá para eso —dice—. Somos Guna Yala: nuestra propia tierra, nuestra propia forma.”
En sus palabras hay una serenidad antigua, una certeza que no necesita gritar. Pienso en cuántas veces los pueblos originarios fueron empujados a olvidar, y en cómo aquí la memoria sigue siendo guía.
Por la tarde, camino entre las casas. En una esquina, tres mujeres cosen molas mientras conversan en guna. Me invitan a sentarme. El español aparece solo para incluirme, y vuelven al guna cuando la charla se pone más íntima. Una de ellas, llamada Neleisi, me ofrece una sopa espesa con plátano y pescado.—Come —me dice—, el mar da fuerza.
Comer aquí es compartir.
No hay menú ni horarios: la comida surge cuando la comunidad la prepara, y se reparte sin ceremonias. Mientras cenamos, un grupo de jóvenes toca el Gammu, una flauta larga de bambú, acompañada por el sonido seco de las maracas Nassi. La música es hipnótica, circular, como si repitiera el ritmo del mar. De pronto, las mujeres se levantan y comienzan una danza pausada, en espiral. No hay escenario ni público. Todos somos parte del movimiento.

Vestimenta típica de las mujeres Guna
Siento que el tiempo se estira, que la frontera entre observador y participante se borra. Aquí la cultura no se “muestra”: se vive. Lo sagrado y lo cotidiano se confunden; la danza es tanto ceremonia como descanso.
Esa noche duermo en una cabaña junto al mar. El techo de palma deja pasar el murmullo del viento. Pienso en lo que me dijo el Saila antes de despedirse:
“Nosotros no buscamos cambiar el mundo. Solo queremos seguir siendo quienes somos.”
Anoto eso en mi libreta, junto a una pregunta que me perseguirá durante todo el viaje:¿Podrá un pueblo seguir siendo sí mismo en medio de un mundo que cambia tan rápido?
Mañana, el mar volverá a ser el camino. Seguiremos hacia otras islas, hacia otras formas de entender la libertad.
🌺 Voces del agua
El segundo amanecer en el archipiélago llega con un silencio espeso. Solo se escucha el roce del agua contra la arena y el canto seco de un gallo en alguna isla vecina. El sol aún no asoma y el cielo tiene ese color de ceniza que precede a la claridad. Me despierto sobre la hamaca, con el cuerpo aún balanceándose del vaivén de la noche. Dormir en una isla sin motor, sin luces eléctricas, sin ruido humano más allá de una respiración colectiva, cambia la manera en que uno escucha el mundo.
Los niños son los primeros en moverse. Corren por la playa con botellas vacías convertidas en juguetes, gritan nombres de peces que aprenden antes que las letras. Detrás de ellos, las mujeres preparan el desayuno: yuca cocida, pescado frito, café aguado. Todo sucede con una naturalidad rítmica, casi coreográfica.
El jefe local, Arkinio, me invita a caminar por la isla. Es un hombre de unos sesenta años, piel curtida por el sol, mirada serena. Habla español con pausas largas, como si cada palabra tuviera que cruzar primero un filtro de pensamiento. Mientras avanzamos por los senderos de arena, me explica que cada isla tiene su propio consejo, y que las decisiones importantes se toman en el onmaked nega, la “casa del congreso”. Allí, los sabios —los sailas— cantan las historias antiguas, mezclando memoria, política y poesía. “Nosotros no mandamos sobre el mar —dice Arkinio—, solo lo escuchamos. Si el mar se enoja, nos avisa. Y si una isla se hunde, otra aparece. Así ha sido siempre.”

Playas paradisíacas (archipiélago Guna Yala - Mar Caribe)
En el centro de la isla, la casa del congreso se levanta como una catedral de palma. En su interior hay penumbra, humo, olor a tabaco y madera húmeda. Un grupo de hombres conversa sentado en círculo. No hay estridencia ni prisa. Me ofrecen asiento y agua de coco.
La conversación gira en torno a un tema recurrente: el turismo. Algunos lo ven como oportunidad, otros como amenaza.—El visitante trae dinero, sí —dice uno—, pero también trae prisa, ruido, imágenes que no son nuestras. Otro responde con calma:—Pero el visitante también escucha, aprende. Algunos regresan distintos. Los sailas escuchan sin intervenir, como guardianes del equilibrio.
Afuera, el mar sigue su ritmo. Los hombres salen en canoas a pescar, las mujeres cosen molas, esos tejidos que parecen cuadros portátiles. Me acerco a una de ellas, Yarien, que me muestra cómo las capas de tela se van cortando con precisión milimétrica hasta formar figuras geométricas. Cada una cuenta una historia: un pez, una constelación, un mito. “Antes solo hacíamos molas para nosotras —dice—. Ahora vienen turistas y las compran. Pero mientras las coso, canto las mismas canciones que mi abuela. Eso no cambia.”
La tarde cae lenta, bañando las chozas en un oro líquido. Los niños saltan al agua desde el muelle, los hombres regresan con sus canastas de peces, las mujeres riegan el fuego para cocinar. En ese instante, todo parece fluir con una armonía ancestral. Pero, al mirar más allá del horizonte, noto un barco grande, blanco, anclado a lo lejos. Un catamarán que trae grupos organizados, itinerarios cerrados, horarios medidos. Esa imagen contrasta con la calma de la isla. El mar, que hasta ahora parecía un aliado, también puede ser una autopista de llegada masiva.
Esa noche, Arkinio me dice una frase que anoto en mi cuaderno:
“El peligro no es que el mar cambie. El peligro es que olvidemos escucharlo.”
Luego, el canto de los sailas comienza. Es un murmullo hipnótico, una melodía que parece no tener principio ni fin. Hablan de los orígenes del mundo, de los animales que se convirtieron en islas, del espíritu del viento. El sonido se mezcla con las olas que golpean suavemente la playa, y por un momento no sé si escucho una canción o el rumor del mar.
Esa noche, antes de dormir, me pregunto si el viaje en realidad no fue un desplazamiento geográfico, sino un regreso a una manera más antigua de estar en el mundo: escuchar antes de hablar, mirar antes de tomar, vivir al ritmo del agua.
🌙 Cuando el tambor respira
Esa tarde la isla parecía distinta. El aire, más denso. Las conversaciones, más breves. Algo se preparaba.
Los hombres iban y venían cargando troncos, hojas de palma, sogas. Las mujeres traían ollas humeantes desde las cocinas comunales. En el centro, frente a la casa del congreso, se levantaba una sombra nueva: una estructura abierta, decorada con telas rojas y amarillas que flameaban con la brisa. Arkinio me explicó que esa noche habría una danza tradicional, una ceremonia que, aunque se repite desde generaciones, no ocurre todos los días. “Hoy bailamos por la lluvia”, dijo. Y me sonrió, como quien comparte un secreto antiguo.
Al caer el sol, el cielo se volvió violeta. Las estrellas aparecieron una a una, como si alguien las encendiera a mano. Los sonidos del día —aves, agua, canoas— se apagaron. Solo quedó un murmullo grave, un latido que parecía venir de la tierra. Entonces comenzó el Gammu.
Era un sonido áspero, profundo, hecho de aire y madera. Los hombres lo ejecutaban en círculo, con flautas largas que vibraban desde el pecho. El Gammu no era una melodía: era una respiración colectiva, un pulso. Entre nota y nota, el silencio también cantaba.
A los pocos minutos se sumaron las mujeres, con sus Nassi —maracas que brillaban a la luz del fuego—.Las agitaban con suavidad, marcando el ritmo mientras entonaban un canto antiguo, una sucesión de sílabas que no comprendía pero que, de algún modo, entendía. Era una lengua que no pedía traducción: bastaba escucharla para sentir su sentido.
Los cuerpos comenzaron a moverse. Descalzos, firmes, en círculos lentos que recordaban el vaivén del mar. No había escenario ni espectadores. Todos eran parte de algo que los envolvía y trascendía. Yo observaba desde un costado, grabando con mi cámara —apenas un fragmento, una memoria en video que no podría contener la energía del momento—.La vibración del Gammu se sentía en el pecho, casi como un tambor interno.
Una niña se me acercó y me entregó una maraca pequeña. “Para acompañar,” dijo. Su gesto fue más que una invitación: fue una puerta. Agité la Nassi con timidez, siguiendo el ritmo de las demás. Por un instante, dejé de mirar como viajero y pasé a ser parte del círculo. El movimiento me absorbió, la repetición me llevó a un estado casi hipnótico. El canto se alargó, las voces se cruzaron, el fuego crepitó. El aire olía a coco y a humo.

El saila más anciano se levantó entonces y comenzó a recitar un mito. Su voz temblaba como una cuerda vieja, pero cada palabra parecía esculpida en el aire. Hablaba de Ibeorgun, el héroe cultural de los Guna, quien enseñó a los hombres a vivir en armonía con los espíritus del mar y de la selva. Decía que cuando los humanos olvidan danzar o cantar, el equilibrio del mundo se desordena. Que la danza no es adorno: es memoria, es pacto, es medicina.
A su alrededor, los jóvenes reían, los niños imitaban los pasos, las mujeres seguían con las maracas. Todo ocurría al mismo tiempo: el mito, la música, la vida. Y en medio de esa trama de movimiento y sonido, comprendí que el Gammu y el Nassi no son solo instrumentos: son puentes. El primero convoca al mundo de los hombres —la fuerza, la dirección, el viento—; el segundo, al mundo de las mujeres —el agua, la voz, la continuidad—.Juntos sostienen el equilibrio del universo guna.
Más tarde, cuando la fiesta se disolvió en risas y el fuego se fue apagando, me quedé mirando el mar. En la superficie, las estrellas parecían reflejarse como si el cielo hubiera caído al agua. Pensé en lo invisible: en todo lo que un viaje no muestra en las fotos ni en los videos. Lo que se siente más que se ve. Lo que se comprende por resonancia.
Esa noche escribí en mi cuaderno:
“Cada isla tiene su propio tambor. Cada danza, su manera de recordar que el mundo aún respira.”
Dormí con el eco del Gammu en los oídos y la maraca de la niña junto a mi mochila, como una prueba silenciosa de haber estado allí, dentro del círculo.

Aqui dormía en una hamaca que se mecía al compás de la olas.
🔥 La memoria que navega
El último día en el archipiélago amaneció con una claridad distinta. El mar estaba quieto, casi solemne. Parecía saber que el viaje se acercaba a su final.
Mientras el sol se levantaba detrás de las palmeras, Arkinio me invitó a acompañarlo al onmaked nega. “Hoy los jóvenes escuchan la historia”, dijo. No lo dijo como quien anuncia una clase, sino como quien convoca a un ritual. Dentro, la penumbra era suave. El aire olía a madera húmeda y tabaco. En el centro, el saila mayor, un hombre delgado y de ojos profundos, comenzó a hablar. Su voz tenía el tono de una corriente lenta: firme, paciente, ininterrumpida.
Contó la historia de la Revolución Guna de 1925, pero no como está en los libros, sino como una herida que sigue latiendo. “En esos tiempos —dijo—, los hombres de uniforme querían cortarnos el cabello, vestirnos con su ropa, prohibir nuestras molas y nuestros cantos. Querían hacernos olvidar quiénes éramos. ”Los jóvenes lo escuchaban en silencio, con los ojos fijos en el suelo. “Entonces los espíritus del mar se levantaron con nosotros”, continuó. “Nuestros abuelos dijeron basta. Se pintaron el rostro con achiote, alzaron sus arcos y defendieron su derecho a seguir siendo Guna.”

Banderas de la Revolucion Guna
Había oído hablar de aquella insurrección: una rebelión que comenzó en la isla de Ustupu y se extendió por el archipiélago, enfrentando al ejército panameño. Pero escucharla contada así, en ese espacio donde la palabra aún tiene peso sagrado, le daba otra dimensión. No era solo una historia política: era una historia de identidad.
El saila hizo una pausa, bebió agua de coco y prosiguió: “Después de la lucha vino el acuerdo. El gobierno entendió que no podía mandarnos desde afuera. Así nació nuestra comarca: Guna Yala. Desde entonces, gobernamos nuestras islas, nuestras escuelas, nuestras ceremonias. ”Sus ojos se iluminaron. “Pero la libertad no es un papel. La libertad se cuida todos los días, como se cuida una canoa: si se agrieta, se hunde.”
Esa frase quedó flotando en el aire. Pensé en lo que había visto esos días: los niños aprendiendo la lengua en las escuelas, las mujeres cosiendo molas que hablan sin palabras, los hombres tocando el Gammu al caer la tarde. Todo era una forma de resistencia. Una resistencia tranquila, cotidiana, sostenida en gestos pequeños.
Más tarde, frente al mar, Arkinio me mostró una bandera roja con una cruz negra en el centro: el emblema de la revolución. “La llamamos Bandera Guna —dijo—. La cruz representa el camino del sol, el equilibrio. Muchos la confunden con otra, pero para nosotros es símbolo de vida, no de guerra. ”Guardó silencio un instante. “Cada vez que la levantamos, recordamos a los que no se rindieron.”

Bandera de la Revolucion Guna
La tarde avanzó despacio. En la playa, un grupo de niños jugaba a remar con palos. Uno de ellos llevaba una bandera diminuta clavada en la canoa de madera. Esa imagen —la bandera flotando entre las olas de espuma blanca— me pareció la síntesis de todo el viaje: la continuidad de una cultura que no se apaga, que navega sobre su propia memoria.
Esa noche, antes de partir, volví al onmaked nega. El saila cantaba nuevamente. Ya no hablaba de guerra, sino de futuro. Decía que el mar está cambiando, que el nivel del agua sube y que algunas islas empiezan a hundirse. Pero lo decía sin miedo. “Nos moveremos otra vez —cantaba—. Llevaremos nuestras casas y nuestras canoas. El mar no nos borra: nos enseña a seguir.”
Salí a la playa. El cielo estaba lleno de estrellas y el sonido del Gammu llegaba desde alguna choza lejana. Pensé en todo lo que ese pueblo ha atravesado —la colonización, la imposición cultural, la globalización, ahora el cambio climático—, y en cómo su fuerza reside en la persistencia de la comunidad, no en la resistencia individual. Quizás ese sea el mayor aprendizaje del viaje: que la libertad no siempre se conquista luchando contra alguien, sino viviendo con fidelidad a lo que uno es.
La lancha partiría al amanecer rumbo a Cartí. Cerré el cuaderno y me quedé mirando el horizonte, donde la línea del mar se confundía con la del cielo. Parecía no haber frontera. Solo agua, memoria y camino.
“Aquí la historia no está escrita en piedra, sino en las mareas. Y mientras haya alguien que recuerde el canto, la revolución seguirá respirando.”

Rumbo a Cartí
🌅 Donde el mar guarda la memoria
La última noche en la isla Ordup llegó sin aviso. El día había sido claro, calmo, y el aire tenía esa transparencia que solo existe cuando el viaje está por terminar. Me senté a orillas del océano, descalzo, mirando cómo las olas rompían en espuma blanca y abrazaban mis pies, como si el mar quisiera despedirse también.
El sol empezó a caer lento, con una delicadeza que parecía humana. El cielo se tiñó primero de naranja, luego de rojo, y finalmente de un azul profundo que se deshacía en violeta. Cada color duraba apenas unos segundos, pero en ese instante comprendí que todo lo vivido en las islas —las voces, los cantos, las danzas, las historias— existía con esa misma fugacidad intensa. Nada se retiene: se siente, se escucha, se deja pasar como las olas.
Cuando el sol desapareció detrás del horizonte, el mar se volvió un espejo. Y sobre él, una constelación infinita empezó a nacer. El cielo entero parecía volcarse sobre el agua, hasta que no supe dónde terminaba una cosa y empezaba la otra. Fue una sinfonía: de olas, de viento, de olor a mar. No había público ni escenario. Solo la respiración del mundo.

Ultimo atardecer en la isla Ordup (archipiélago Guna Yala)
Pensé entonces en todo lo que este viaje me había mostrado. El pueblo Guna no vive aislado del tiempo; vive en un ritmo distinto del tiempo. Su historia, marcada por la resistencia y la autonomía, no se guarda en monumentos ni documentos: se canta, se baila, se conversa.
Cada gesto —una mola cosida, una flauta que sopla el viento, una palabra que atraviesa generaciones— es una manera de resistir al olvido. Y entendí que un viaje, cuando se vive desde adentro, no es solo placer: es escucha. Escuchar cómo un pueblo se cuenta a sí mismo, cómo transforma la adversidad en ceremonia, y cómo, incluso frente al avance del mar o del turismo, conserva su dignidad intacta.
Esa noche no quise escribir nada. Apagué la linterna y dejé que el sonido del océano hiciera su trabajo. Sentí que cada ola llevaba una historia, cada soplo de viento una palabra antigua. Y que, de algún modo, al haber estado allí, una parte de mí también quedaba flotando entre esas islas.
A la mañana siguiente, la lancha partió hacia Cartí, el punto final del itinerario. El motor rugió y el archipiélago empezó a hacerse pequeño, como si el horizonte lo absorbiera.
Pero no sentí nostalgia. Sentí gratitud. Gratitud por haber visto un mundo donde la vida y la espiritualidad no son conceptos separados, sino una misma corriente que fluye con el mar.
Cuando las islas desaparecieron detrás de una cortina de bruma, escribí en mi cuaderno:
“Aprendí que viajar no es ir lejos, sino volver distinto. Que la resistencia también puede ser ternura. Y que, en el fondo, todos somos archipiélagos: pequeñas islas unidas por el mismo mar.
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